Antes de leer alguna entrada de "Cierto personaje acusado de alta traición":

27 de marzo de 2021

La polera de la discordia

Alguna vez, nah, siempre mientras estuve en el colegio, mi madrecita me regalaba ropa que no era para mí. Digo, era ropa a la moda y de colores vistosos, ropa para mujeres de mi edad con strass y brillitos, poleras ajustadas y largas porque los pantalones que se llevaban en esos años eran "a la cadera"; todo guay con un cuerpo como el que tenían muchas de mis compañeras de curso, muy parecidos a esos cuerpos de las chicas del axé (pero con tetas en crecimiento), capaces de llevar bikinis pequeñisimos y llenarlos de buena forma: tetas adecuadas, centradas, bien formadas, redondeadas; brazos largos, delgados y parejos, sin manchas en la piel; torso largo, que hacía que ambas piezas del bikini se vieran muy bien; abdomen firme y plano, de curvas suaves en los costados sin estrias; pubis recto, perfectamente restringido a la entrepierna; traseros duros y levantados; piernas largas y libres de pelos. A esas chicas que podían ponerse un bikini de moda -sin verse mal- podías regalarle esa ropa de moda con brillitos y colores vivos, porque esas tallas juveniles estaban pensadas para chicas de un solo aspecto, de ese aspecto. Vez que fui a por ropa nueva, lo hacía con mi madrecita y a ella no le gustaba que yo escogiera prendas "de vieja": en ese tiempo estaba de moda la microfibra, tuve muchas blusas de manga larga y colores tierra, anchas y muy largas, sin estampados ni detalles que llamaran la atención; esas blusas las encontraba en la sección de "señoras" -risitas-; esa era la ropa que me quedaba cómoda y que a mí me gustaba porque yo iba a talleres literarios, cafés literarios, ferias de los libros, bibliotecas, exposiciones, bares literarios y no quería ser alguien que me viera "menor de edad" en ese tipo de lugares, viéndome como una chica que la gente mirara a huevo por su aspecto (porque sabía también que nadie te toma en serio cuando te ve "chica" y, por último, podría engañarlos un poco con mi ropa) y necesitaba que mi ropa no me incomodara, no sentir ganas de llorar porque estaba vistiendo algo que me hiciera sentir como un animalito embutido en tela elasticada, no quería una prenda que dijera algún mensaje estúpido en inglés que yo ni compartía.

Alguna vez mi madrecita me regaló una polera elasticada, morada, con una palabra sencilla y en inglés escrita con strass de colores arcoíris a nivel del pecho: yo creía que esa polera era horrenda porque juntaba todo lo que yo odiaba en la ropa. Pensé también que mi madrecita se estaba burlando de mí, regalándome algo que jamás me quedaría bien y que no me gustaba ¿cómo era posible que tu propia madre te regalara algo que te hicera ver como una prieta? ¿cómo era posible que tu propia madre te regalara algo que jamás te gustaría porque ni te gustaba el morado ni te gustaba el strass ni usabas pantalones a la cadera ni salir con ropa ajustada porque odiabas que tu cuerpo se viera así? En serio pensé que mi madrecita me había regalado esa jodida polera porque me odiaba y quería que me sintiera mal con ese regalo, quería verme incómoda con una prenda que me quedaba incómoda, una prenda que odiaba con todo mi ser por cómo me hacía sentir y por como se me veía con ella. Evité usarla durante mucho tiempo, la guardé al fondo del cajón olvidándola mucho tiempo. 

Algún día, creo que cuando estaba en media, tuve que ponerme la jodida polera porque no me quedaba otra para usar; la tenía debajo del polerón del buzo y estaba yo sentada ahí en clases. No recuerdo cómo comenzó, pero la etiqueta de esa polera me pareció insoportable, comenzó a picarme el cuello de un modo muy desagradable y no bastaba con rascarme obsesivamente porque eso no aliviaba la sensación de que esa etiqueta me estaba haciendo daño -de un modo que no entendía-, pensaba en que mi madrecita me había regalado esa polera para hacerme sentir mal porque cuando usaba ropa holgada no me sentía mal, no sentía mi propio cuerpo y nada picaba, nada dolía, no me sentía mal con la ropa que yo había escogido; era la polera, la jodida polera que me apretaba el pecho y sentía las tetas contra la tela, sentía mi guata contra la tela, sentía mis hombros contenidos, sentía cada costura en el cuerpo y me sentía muy mal. Con rabia y pena, agarré la etiqueta con una mano y la arranqué -de un lado y luego del otro-, tironeando fuerte y hacia adelante, sin mirar la polera porque la tenía puesta y estaba en clases y no quería ir a baño a verme el cuerpo metido en esa prenda tan incómoda, tener que desnudarme el torso y luego arrancarle la etiqueta. Lo hice en clases, en medio de alguna clase que ni recuerdo. Con la etiqueta en la mano ya me sentí muy aliviada, ya picaba menos, ya molestaba menos, ya no sentía rabia ni pena, sino alivio, un alivio muy grato. 

En casa, me saqué la polera y la tiré por ahí, supongo. Mi madrecita me preguntó después por qué había arrancado la etiqueta a la fuerza, sabiendo que ella misma podría haberle sacado la etiqueta con un descosedor y yo misma sabía cómo hacerlo; le respondí, para no hacer más problema, que me molestaba en el colegio, no tenía modo de descoserla y la arranqué. Ella lamentó que una polera nueva y tan bonita estuviera arruinada (tenía dos agujeros terribles en el cuello, por detrás), me dijo que si no me gustaba, que podría haberla regalado nueva, sin dañarla; lo lamentó en serio. No recuerdo qué pasó con esa polera, pero no la usé nunca más y tampoco recuerdo haberla visto, después, entre mis cosas. Mi madrecita no volvió a regalarme ropa -sin que yo la escogiera- hasta mucho después. Yo opté por pensar que mi madrecita no me conocía del todo y que tampoco conocía mi cuerpo, que el regalo de la polera había sido un desatino y nada más; porque continuar pensando que mi madrecita me quería hacer sentir mal era un mal pensamiento y no podía decirle que odiaba mi cuerpo, porque uno no quiere hacer sentir más mal a la madre, porque callarse es el medio más fácil para pasar desapercibida entre los demás miembros de tu familia, porque no entendería jamás que yo -día a día- evitaba mirarme el cuerpo para no pensar en lo desagradable que era, apenas me tocaba porque me recordaba que no me veía bien ni bonita. Que yo no quería verme más que el rostro -si es que- porque, por lo menos, mi cara nunca me ha parecido fea; aunque no es un rostro de chica.  

No hay comentarios: