Antes de leer alguna entrada de "Cierto personaje acusado de alta traición":

23 de junio de 2020

Cicatrices y el cuerpo imperfecto - Parte I

Cursé mi tercero y cuarto medio en el mismo colegio en que iba desde séptimo básico, pero en una ciudad distinta; creo que vivir en otra ciudad e ir al mismo colegio fue una experiencia terrible. No me agradó jamás Calama, era extraño a pesar de estar tan cerca de mi ciudad (¿campamento?) natal. Cuando llegué a vivir ahí, por primera vez tuve una pieza sola y fue extraño acostumbrarse a tener solo mis cosas en mi pieza; las paredes eran moradas. Durante esos dos años fui la estudiante de plataformas, pantalones grises todo el año, chaleco de colegio dos tallas más grandes, parca de cotelé, boina y lentes fotocromáticos. Ahí me metí en una academia en que podías escribir, ahí me metieron a un preuniversitario durante dos años. Pasé leyendo esos dos años, con mi ropa gigante y mi cara de pocos amigos. Poco hablaba con la gente porque ellos hablaban de cosas que a mí no me interesaban, crecí tarde y mientras hablaban de chicos, yo leía enciclopedias de sexualidad. Se me hace fácil recordar la ropa que llevé esos dos años, pero no puedo recordar cómo lucía antes de eso; era el uniforme del colegio, pero no recuerdo si era gigante o si era de mi talla, si llevaba algo que me distinguiera o algún accesorio que pudiera hacerme reconocible a distancia. Recuerdo que las chicas usaban falda corta con medias grises, zapatos impecables y poleras a la cintura (el uniforme del colegio era una polera y una falda de tablillas); se podía usar pantalón por el frío, pero yo lo usaba todo el año, me moría de frío todo el jodido año.
Cuando cursaba segundo medio (¿o en octavo?) hubo un paseo de curso al Pozo 3, una piscina y camping súper famoso cerca de San Pedro de Atacama; al parecer había ido una vez con mi familia, pero me es imposible recordarlo con certeza. Fueron pocos compañeros de curso. Antes del paseo mi madrecita me llevó a comprar un traje de baño nuevo –como siempre, entre las colegialas, estaban de moda los bikinis– y yo me fui ilusionada a comprar el mío. Saqué los más bonitos que encontré y me fui al probador. Pasé de ponerme uno y otro, y no recuerdo otro momento más triste relacionado con mi cuerpo, no recuerdo otro momento igual en toda mi vida, recuerdo haberme sentido grotesca en ese momento y odié mi cuerpo. La parte de arriba era para una chica con las tetas decentes: una teta cerca de la otra, medianas copa c o d, redondeadas por lo menos. La parte de abajo era para alguien con la entrepierna imperceptible (plana), caderas huesudas y sin panza, con el trasero turgente y las piernas visiblemente separadas del culo. En conjunto, mi torso corto hacía que ambas piezas del bikini se vieran terribles. En conjunto, mi cuerpo lucía desproporcionado con el largo de mis piernas. En conjunto, parecía un trozo de carne embutido en dos tiras de lycra estampada en colores cálidos. Me frustré, yo no pensaba de mí que tenía una imagen tan desagradable, yo no sabía que me veía así con bikini –jamás me había probado uno–, yo no sabía que ver mi cuerpo en esos trapos resultara ser algo tan desagradable. Ok, ningún modelo me quedaba, ok, ninguno le hacía a mis tetas, ok, se me veía la guata, ok, yo era una masita de torso corto y piernas largas. Acabé llevándome un traje de baño color arcoíris, de una pieza, con interior de tela elasticada para ocultar las imperfecciones de mi cuerpo de menor de edad. Creo que fue lindo que muy poca gente fuera al paseo, la mayoría de las chicas llevaba bikini y se veían preciosas, tenían lo que yo echaba en falta en mi cuerpo, ellas se veían bien en el espejo del probador. Yo llevaba un traje de baño de niña, con colores de niña porque era una niña, sin embargo, por dentro del traje de baño tenía tela elasticada, igual al traje de baño que llevaba mi madrecita para apretar un poco la piel que se ha soltado con la edad. En algún momento, cuando mi madrecita me compró mi primer conjunto floreado sostén/calzón, yo me preguntaba por mi panza prominente, le dije que ella igual la tenía, ella me respondió que había tenido tres hijos… ¿por qué yo tenía panza? No me lo pregunté de nuevo hasta que no pude llevarme “mi primer bikini”. ¿Por qué yo no tenía ese cuerpo que mis compañeras lucían con tanta naturalidad? Había tres chicas de todas las del curso que usaban traje de baño completo: yo y una amiga porque no se nos vería bien un bikini (creo que no pudimos elegir), Pámela (ese es su nombre) porque tenía un cuerpo de nadadora de 20 años y se hubiera visto grandiosa incluso desnuda (ella escogió llevar uno completo).
A mis 19 aún pensaba que yo tenía un cuerpo desagradable, me gustaba “la rubia” (a ella le gustaban los penes con piernas), yo ponía anuncios buscando pareja en un foro de tortas; toda una contradicción. ¿Buscando amor? no en la universidad, no cuando jamás has visitado un ginecólogo, no cuando te gusta una compañera de carrera. No buscaba el amor. No quería el amor. No había sentido necesidad alguna de pasar el “me gustas”, había tenido oportunidades con chicas y las desperdicié porque no quería y no sabía cómo llegar más allá. Creía que ser complaciente me ponía en un lugar especial con respecto a otros, tenía dinero y acostumbraba hacer cosas para otros con ese dinero. Seguía teniendo panza, pero llegué a la conclusión de que la tenía porque siempre me reusé a hacer abdominales, porque odiaba hacer cualquier tipo de ejercicio por cualquier razón, porque adoro comer y jamás he rechazado nada que me pueda echar a la boca, porque no me obsesioné jamás con mi peso, porque jamás tuve una relación enfermiza con la comida, porque jamás decidí hacer una dieta por mí misma (sólo una que mi madre me hizo seguir porque me veía “gordita”), porque jamás vomité por culpa y tampoco me interesaba tener un cuerpo más trabajado porque no usaba ropa ajustada, porque la moda no me llevó a usar pantalones a la cadera, porque pasaba más tiempo leyendo que caminando. Nada más que declarar. Fue un momento de lucidez, una epifanía que me permitió ignorar mi panza y seguir siendo yo sin pensar en mi panza, porque era algo producto de mi estilo de vida, algo que era mío. En algunos momentos igual me detenía a pensar en eso, pero no volví a mirarme como quien mira una abominación; un paso adelante. En ese tiempo no podía pensar en que a alguien llegara a gustarle realmente mi cuerpo, pero a mí me agradaba mi cuerpo y era algo bueno. Así y todo, no podía dejar de pensar en que si alguien me tocaba, tenía el deber de ocultar mi panza, yo creía que esa panza no concordaba con el resto de mi cuerpo y era mi deber ocultarla. Alrededor de los 23, por primera vez en mi vida adulta, me mostré desnuda frente a otra persona; se repitió mucho la experiencia después de los 23 y sólo en algunas ocasiones me preocupaba de ocultar intencionadamente mi panza. En esos años bajé harto de peso, creo que ocho kilos o algo así, esconder la panza era más fácil, era cosa de no comer antes de desnudarme, pero aún cuando me recostaba de costado mi pancita se caía hacia un lado y siempre advertí “no toques mi pancita, jamás toques mi pancita”. Nadie tocó mi panza en esos años, se respetó mi petición y era un alivio. A veces podía ponerme un traje de baño y me quedaba bien si no comía antes de ponérmelo, pero no podía dejar de comer porque me gusta la comida y me gusta comer y no quiero dejar de comer porque se me ve mal la ropa porque se me ve la panza. Maldita sea, avancé un poco en el problema porque evité que se presentara el problema, nadie tocó mi panza durante años y ok todo, pero seguía molestándome porque pensé que molestaba a otros. La última vez que fui a la playa, en verano de 2019, fui a Totoralillo con mi familia, pesaba 53 kilos y me sentía muy pequeña para evitar la mirada preocupada de mi madrecita; me acerqué al agua un momento con una calza tipo short sobre el traje de baño de una pieza porque sentía que me veía extraña estando tan delgada; no quise llegar a ese lugar genial en que debes saltar para evitar ser arrastrada por la ola que revienta porque me sentía débil, pensé que me ahogaría si me metía más allá; me salí al transcurrir algunos minutos porque sentí un frío que me dolía; me puse ropa y me quedé profundamente dormida sobre una sillita de playa. Mi panza se había ido, dejé de pensar en esconder la panza, pero me preocupaba mi peso, me sentía pequeña y débil por pesar tan poco; esa chica de huesos puntiagudos no soy yo. Devuélvete unos meses, devuélvete al momento entre que advertiste sobre la panza y el momento en que decidiste que ya no era un problema; a los 31, por primera vez, me mostré desnuda sin advertencias. No me importa y no le importa y me siento feliz. Ahora mismo “peso lo que debo” para mi estatura, medio a medio entre lo máximo y lo mínimo. Me siento deseada aunque tenga el olor a cigarro encima y ande con el pelo sucio, me siento amada aunque ande con el pelo limpio y los pies fríos, me siento linda si quien me ama piensa que no es necesario que sea una mujer y que me comporte completamente como una. Esas son mis cicatrices.  

6 de junio de 2020

Enfermedad I

Hace algún tiempo, hace un año o más, estuve padeciendo de algo que no conocía, en varias oportunidades cada dos o tres meses. La primera vez fue muy sorprendente y doloroso, no tenía idea de que manosearse un grano podría transformarse en una catástrofe de proporciones. Uno siempre tiene esa manía de tocarse la cara y sacarse pelos, de verse cualquier mancha nueva e intentar sacarse granos; esa manía de intentar mantener cierta uniformidad en el rostro. No he sido nunca de las que se preocupa por cubrir imperfecciones del cuerpo (padecía de una maña con la pancita, pero ya lo superé), tampoco de esas que se lloran por cicatrices (me gustan las cicatrices, de hecho) o de las que se sacan las canas (hace poco me pasó algo lindo con eso y, quizás, después lo cuente); sí me molesta un poco tener granitos que molesten en el rostro, no por el aspecto, sino porque me cuesta olvidarme de esos granitos y me desesperan. Como siempre, hurgando en mi rostro, me pasó algo que no me había sucedido jamás. De un día para otro se me hinchó el carrillo derecho, dolía y sentía que la hinchazón misma tenía límites definidos dentro de la carne, podía palparlo desde afuera con la mano y desde dentro con la lengua. En mi cabeza, eso era un globo creciendo sin control que podía reventarse si el agujero era lo suficientemente profundo y permitía la salida de la mierda que estaba dentro. Mala idea hurgar con agujas gruesas en el carrillo, no conseguí nada más que una infección más persistente y cizañera. Por el dolor incisivo que me producía, acompañado del susto y la presión de que eso se detuviera para no preocupar a mi familia, decidí ir a un médico general. Sentía dolor porque la piel estaba "tirante", se había inflamado mucho, me producía incomodidad al comer y hablar, además de tener el rostro inflamado (como si me hubieran sacado una muela); me preocupaba el dolor, pero no el aspecto de mi rostro. La médico, afortunadamente, era de esas que te dan solución al problema, pero que no te mandan a mil profesionales más porque les pareces una persona enferma porque vives de modo incorrecto: que tienes mala postura, que caminas arrastrando los pies, que tienes los dientes manchados, que puedes tener depresión, que puedes tener diabetes, que tienes que hacer dieta, que tienes que hacer ejercicio. Ojito acá, en esta oportunidad agradecí lo rápido que me despacharon porque en mi primera infección de cuidado (un año antes de esto), a la médico sólo le faltó mandarme a hacer yoga y exorcizarme: en ese entonces me sentía asustada y pasé dos días haciéndome exámenes, siete días secuestrada en la casa de mi familia con el pie en alto (pude escabullirme porque mi abuelo falleció y dejaron de prestarme atención), seis meses tragando pastillas, cinco meses con nutricionista y uno en el kinesiologo (renuncié antes porque me dañaron el muslo, hurgaron con agujas mi cuello y creo que eso me drogó de alguna forma y sentí mucho miedo). Con esta infección en mi rostro necesitaba que me despacharan rápido, agradecí no tener que tragar tantas pastillas. Como mi familia acostumbra a venir mucho a casa -sin avisar-, aparecieron y me vieron con la cara hinchada e hicieron show. Me recomendó la médico que pusiera compresas calientes sobre la hinchazón para "ayudar" a la infección a salir; me resultó, pero por apuro, comencé a apretar mi carrillo infectado y acabé haciéndome un agujero en la carne. Ya habían pasado hartos días y me asusté porque la infección no cedía y ya el agujero era grotesco, además mi familia pondría más su atención en mí y eso no me agrada. Fui a otro lado y curaron mi herida, me dieron más pastillas y me pincharon: llegué con la pierna tiesa y con asco en la garganta por pensar en que debía tragar muchas pastillas grandes durante muchos días. No recuerdo mucho de la recuperación, pero recuerdo con detalle el proceso de la infección. Eso pasó en tres semanas -más o menos- y, desde entonces, mi rostro ha gestado varias infecciones más.    

4 de junio de 2020

Envidia

Hoy -esto pasó hace algunos días- me pasó algo extraño y sentí algo extraño -como consecuencia- también, porque me (auto)respondí a una pregunta que lancé a viva voz en el baño mientras me miraba al espejo. ¿Por qué te sientes mal? ¿Qué es aquello que te molesta en la boca del estómago? 
Me ha pasado hartas veces y, hace unos años, tenía a alguien que me consolaba con la razón, simple y cruda razón. Me decía algo que no deseaba escuchar, pero que me "aterrizaba", me hacía sentir mejor: más capaz, menos estúpida. Odio -con todo mi ser- sentir ese malestar, porque es lo que menos controlo; para ponerlo fácil, odio sentir envidia. No es algo que sienta con frecuencia y creo que la molestia es porque no puedo predecirla, no puedo evitarla. Ese día estaba en medio de una llamada telefónica y sentí náuseas, del otro lado alguien me hablaba de algo (poniéndonos al día en algunas cosas, ya que desde hacía mucho que no sabía nada de esa persona); menciona algo que no viene al caso (habla de una tercera persona) y empuño la mano libre, alzándola y dejándola caer, queriendo golpear algo invisible -ya que si golpeo real, algo dentro de la casa, se oiría y llegaría a quien me estaba llamando, preguntaría qué había sido ese ruido y ya no sabría cómo ocultarlo-. Envidia. Afortunadamente distraigo con facilidad mi malestar y puedo retomar la conversación hasta acabarla y colgar el teléfono, pero llegando al baño y viendo mi imagen de reojo en el espejo, puedo ver mi rostro en cólera y el malestar en la boca del estómago me recuerda que he sentido envidia. Ya no hay nadie en la casa a estas horas, ya no hay quien me lance razones para no sentir envidia, ya no hay quien profiera razones que me alivien. Me pregunto y evito mirarme en el espejo, me pregunto en voz alta y me respondo porque no hay quien hable a estas horas con razón. Sientes envidia. Se disipa un poco el malestar, se disipa un poco el asco y la vergüenza; no es malo sentir algo desagradable y que impacte físicamente en tu cuerpo, sentir náuseas y ganas de vomitar no es malo, sentir que algo te sorprende de mal modo y tienes que abrir la boca y escupir porque tampoco tienes algo en el estómago como para echarlo fuera; escupes y queda ahí un poco de saliva coagulada con rastros de café y nicotina; algo de ello se va con el agua cuando abres la llave y lo terminas de dispersar con los dedos porque no quieres esperar a que lo limpie el agua: quieres deshacerte rápido de ese escupitajo. Envidia. Ya no hay quien se ocupe de hacerme oír razones para no sentir envidia, debo deshacerme del malestar y el modo rápido es vomitar, escupir, olvidar. Deseando comenzar con el vómito, abriendo la boca y deshaciéndote sólo de lo que tienes a media garganta porque no tienes algo en el estómago que puedas soltar a través de la boca. ¿Por qué te sientes mal? ¿qué es aquello que te molesta en la boca del estómago? ¿Con qué propósito evitar tu imagen reflejada en el espejo?