Antes de leer alguna entrada de "Cierto personaje acusado de alta traición":

23 de noviembre de 2020

Cuando tienes la certeza de ser desagradable

Estaba viendo un programa x en youtube y me acordé de algo que me pasó cuando llegué al último colegio en que estuve –en séptimo básico, año 2000, creo–. En ese año, no recuerdo por qué, fue la segunda vez en mi etapa escolar que usé el pelo muy corto, menos de dos dedos de largo (mucha más corto que ahora); quizá mi papá –que tiene una obsesión con que lleve el pelo corto porque dice que me veo bien, tampoco entiendo la razón– le dijo a la peluquera que me dejara la cabeza así. Uno sabe que cuando te llega la regla (menarquia) ya te han pasado en el cuerpo algunas cosas: lo que más recuerdo fue que se me comenzó a abultar el pecho y me dolían los pezones con el frío (cosa que lamenté mucho porque me dolía usar ropa delgada en verano); te crece el cuerpo de un modo “nuevo”, como que se te crecen las caderas y desde ahí creces poco en estatura, eso no fue doloroso, pero noté que crecí de modo notorio y comencé a subir de peso. Si bien nunca tuve problemas de sobrepeso (entendido como sobrepasar un rango de peso normal para una persona de mi estatura), mi cuerpo no creció de un modo agradable o eso tenía en la mente. Jamás me interesó cómo se veían las mujeres compañeras de curso, porque a mis ojos todxs los del curso éramos iguales (mocosxs, sucixs, descuidadxs, groserxs y estúpidxs) y no había diferencias físicas entre niños y niñas, excepto el pelo largo y la falda –si es que no llevaban pantalones– en el caso de las niñas. No por mi interés, en ese año me fijé que sí existían diferencias y, a medida que pasaron los siguientes dos años, esa diferencia se hizo más y más evidente. Andar sangrando era un puto suplicio, porque me daba vergüenza ir con mochila al baño; te decían que nadie tenía por qué saber que andabas con la regla, pero cuando llevabas la mochila (un bolsito o los bolsillos llenos de toallitas y confort) al baño era obvio que andabas sangrando.

Alguna vez en el baño –con mi cuerpo extraño a medio desarrollar y un poco “grueso”, estatura baja, buzo de dos tallas más grandes y pelo cortísimo, sin aros ni pulseras– mientras le cuidaba la puerta a una amiga, una cabra de otro curso me miró con cara de ¿asco? y me preguntó qué hacía yo –un niñito– en el baño de niñas; no dije nada, porque no tenía respuestas, pero sabía que tampoco tenía que explicar la razón de mi presencia en el baño porque yo era una niña y, daba lo mismo, en cualquier caso ella era la estúpida porque pensaba que los niños llevaban siempre el pelo corto y las niñas llevaban siempre el pelo largo. Ella misma se sorprendió, creo, convenciéndose de que yo DEBÍA ser una niña porque estaba en el baño de niñas, nadie más entraba ahí y los niños –en esa época escolar, como que le tienen fobia a las niñas– no entran al baño de las niñas; se dio media vuelta y se fue, creo. Yo no sabía bien qué pensar, pero me quedé con la sensación de que quizás yo era fea como niña (aunque el punto no estaba en si yo era “linda” o “fea”, sino que parecía un niñito). Ya conté de la obra de Adán y Eva, el jardín del Edén y que fue la mejor obra que se presentó porque NO escribimos el libreto (era de un dramaturgo real), además de que los padres habían gastado cachá de plata en un escenario en tonos azules y celestes que abarcaban toda la pizarra; éramos siete niñas y todas estábamos muy comprometidas con la obra (los padres de cada una, también), creo que sólo hubo un error en el diálogo en todo el rato –¿una hora?– y las demás “obras” eran sobre drogadictos, asesinatos y carretes (imagínate un montón de gente que no pasaba el metro y medio de estatura, con cara de guagua, intentando hablar en flaite, actuando un drama tipo “Doctora Polo”, pero con diálogos de “Bakán”). En la obra de mi grupo, yo era Adán y era la única del grupo que sí parecía un hombre (ok, niñito hombre) porque tenía la contextura, el pelo, el rostro (caracho de persona “seria”, pero de 12 años) y la ropa de mi hermano –polera azul de Gardfield, jeans azules, zapatillas–; disfraz perfecto. Nos fuimos a vestir juntas al baño en horario de clases (por lo tanto no habían más alumnas de otros cursos deambulando por ahí). Cuando salí del baño, un compañero de curso –un guacho x– me dijo: “es Paul Schäfer*, ay, auxilio” y comenzó a medio correr hacia la sala de clases y siguió webiándome por mucho rato. Yo tenía una vaga idea sobre “ese tal Schäfer” por la tele, pero jamás entendí la acción del compañero de curso ni las palabras, tampoco de qué forma estaba relacionado con mi aspecto o con la obra o con la intención de ¿insultarme?; no sé, todo fue muy confuso y aún lo es. ¿Era yo una degenerada? ¿mi aspecto me hacía parecer una persona peligrosa? ¿qué le provocaba para que me molestara? ¿por qué sentía la necesidad de repetirlo y repetirlo? Había algo que yo podía hacer y que me aseguraba que no seguiría molestando, ya lo había hecho una vez antes y me había resultado.

Siempre me costó insultar, porque en mi casa nadie se insultaba, no se decían garabatos ni malas palabras; tampoco aprendimos nada de la calle porque no salíamos a jugar con los vecinos o amigos, salía con mi hermano y nos inventábamos juegos que sólo nosotros entendíamos. En 2020 con 33 años, a mi mamá aún le da repelús cuando yo hablo chuchás en la mesa porque ella no las dice; mi papá me webea por la misma situación, pero él sí habla chuchás y muchas –aunque si las dice él son necesarias, pero si las digo yo es feo [risitas]–. Crecí en los noventa, vi mucha tele noventera y lo que sé de la vida (onda, relaciones interpersonales) me lo enseñó “My Little Pony” (el viejo) y “Los Cariñositos”; crecí viendo que los valores más importantes eran el amor, la amistad, la comprensión, la solidaridad, el amor y el amor y el amor. Los Cariñositos no se insultaban, se abrazaban y todo se solucionaba. Con esto entenderás que mi solución para que dejaran de molestarme no fue insultar de vuelta; de hecho creo que si molestas del mismo modo, todo se agranda y es para peor (ese insulto de un día, pudo haber durado todo el resto del colegio que me quedaba).     

En el jardín infantil (mi madrecita me metió al jardín a los 3 años) fue la primera vez que alguien me molestó… aunque no fue a mí directamente, sino al auto de mi papá (otro cuek); la niñita en cuestión me webiaba porque el auto de la familia era un Peugeot viejo –año xx– y no del año; mi mamá me aconsejó (me dio a entender esto, pero me dijo otra cosa) que la molestara de vuelta, que le encontrara algún defecto físico o algo fuera de lo común para insultarla (me dijo: “dile monito”, porque la chica era morena, de esa piel que parece permanentemente tostada y cabello negro brillante); no recuerdo haberla insultado de regreso (creo, no lo recuerdo). A lo largo de los años en básica, nadie se rió de mí o me molestó porque tenía los ojos verdes, tenía buenas notas (estaba en el cuadro de honor), jamás faltaba a clases, mi mamá me obligaba a participar en TODO y la profe me amaba; mi mamá hacía los trajes para todas las presentaciones y era la mejor apoderada de curso de la vida (la señora era jodidamente proactiva y comprometida con el curso, también amaba a la profe); esto pasó mis primeros cuatro años de básica y no me vi en la situación de insultar a nadie y tampoco la gente se metía conmigo.
 
Cursé quinto y sexto en otro colegio, en Calama, un colegio católico. Los niños de ese colegio eran demasiado correctos, devolvían las cosas perdidas y rezaban todas las mañanas; yo los encontraba tontos (¿o eran sumisos?), no sé, eran personas muy raras. Ahí también fui popular porque era la nueva y tenía los ojos verdes y hacía cosas “malas” [risitas] como tirar la mochila por la ventana de la sala, también le quebré la nariz a una niña (chan). En ese tiempo sentí que mi mamá me dejó un poco de lado y me dolió, después entendí que ella ayudaba a mi hermano tal cual lo había hecho conmigo y también mi hermana chica estaba guagua; era obvio que yo estaba más grande y no necesitaba de tanta supervisión ni ayuda.
 
Desde sexto a séptimo básico, me cambiaron de un colegio católico a uno donde el clasismo era evidente; éramos un curso con pura gente de colegios malos y pencas que llegaron a un colegio que le prometía a los padres prepararnos muy bien para llegar y sobrevivir en la u (todxs lxs que salieron de ese curso son profesionales, excepto yo).  

Los primeros años que estuve en ese lugar aprendí a odiar profundamente el colegio (como algo obligado) y a muchos de mis compañeros de curso (la mayoría, unos sacos de wéas), me retiré a la biblioteca y pasaba un montón de tiempo ahí; con los años terminé siendo amiga de la señora bibliotecaria y perdí a las amigas de mi edad (no teníamos temas en común para compartir, aunque digo “que las perdí”, con algunas seguía teniendo una relación hasta cuarto medio; siento que mínimo, más por cortesía que por afinidad); o sea, pasé muchos años siendo muy antisocial y leyendo todos los libros que pude, y, a pesar de leer mucho, no recuerdo haber usado eso para tratar a la gente mal, onda en plan intelectualoide de primer año de u.

Volviendo a la obra y al insulto en séptimo. Cuando entré a ese colegio no fui popular porque todxs éramos “nuevos” y había que hacer amigos rápido. Mi desarrollo era una maldición (tetas, regla y mi vista comenzó a fallar), mi aspecto era extraño (las niñas tenían el pelo largo y los niños lo tenían corto), no tenía ninguna habilidad de la cual presumir (no era sociable, ni amistosa, ni agradable), no hacía nada guay (dibujar, tocar un instrumento o algo así), no hacía nada ilegal (no podía presumir que conocía siquiera la yerba, como lo hacía otra gente), no tenía aficiones o pasatiempos (andar en bici o aficionada a los videojuegos); ay, jodido lugar para crecer. Al poco tiempo del comienzo de clases, armé una especie de “club secreto” (un juego que me gustaba desde muy pequeña) y tenía a un amiguito con el cual compartía ese club. No recuerdo las razones, pero este amiguito comenzó a molestarme; creo que porque era raro que niñas y niños jugaran juntos, no lo sé en realidad –¿o sería mi aspecto ambiguo? –. Yo no podía insultarlo porque me costaba hacerlo y nunca me atreví a hacerlo con maldad (onda para hacerle daño o burlarme) y tampoco quería que este niño siguiera molestándome. Un día, mientras me molestaba, yo me acerqué de modo muy odioso y le decía que lo amaba mientras intentaba abrazarlo, lo perseguí un rato y se cabrió; desde ahí, jamás volvió a molestarme, ni me miraba. Con el niño que me molestó en la obra, hice lo mismo: cuando me cansé, comencé a perseguirlo y decirle que lo amaba, acercarme de modo odioso e intentar abrazarlo; dejó de molestarme y jamás volvió a decirme “Paul Schäfer”, después ni me miraba. Yo no le di muchas vueltas en ese entonces, porque había llegado a la conclusión de que yo era fea para ser niña y era evidente que no era del gusto de mis compañeros de curso, por lo tanto que una niña fea te persiguiera y te dijera que te amaba era desagradable entonces, para evitar que esta niña fea se relacionara contigo, tenías que ignorarla; todos felices. Después pensé que tenía que ver con prejuicios y volás de género. Si los niños se juntaban con niños y las niñas con niñas, no podía existir amistad entre ambos grupos, sólo simpatía o gusto (me gusta x compañerx, pero nada más); de ahí, era extremadamente desagradable que alguien de aspecto masculino te dijera que te quería, porque te convertía en un gay y eso era una cruz que cargarías hasta que salieras del colegio. Que una niña fea te dijera que te amaba era desagradable, pero que una niña con aspecto masculino te dijera que te quería era asqueroso; no me consta, pero tampoco tengo otra teoría. Ese actuar me hizo casi intocable hasta primero medio. Ahí otro cabro weón comenzó a  decirme “loco” (yo era medio pitiá, pero pudo haberme dicho “loca”) y tengo tres recuerdos, pero no sé bien cuál de ellos concluyó el asunto: 1.-yo diciéndole “macha” como respuesta a su “loco” [risitas], 2.- yo diciéndole que lo amaba, intentando abrazarlo a la fuerza y 3.- yo intentando pegarle patadas (una pelea muy estúpida, porque era como si estuviéramos actuando; pegando en la dirección correcta, pero evitando llegar al contacto físico). Igual no importaba tanto que me molestaran porque yo era guay (o sea, me sentía guay): me sentaba con dos chicos repitentes en el banco de atrás, entendía química y matemáticas –ramos que se volvieron más difíciles ese año–, jugaba a los spinners en clases y era la única que leía enteros los libros obligatorios. Ese año disfruté los últimos estertores de mi niñez a concho: jamás me preocupé de crecer como una “mujercita” y tampoco de comportarme como una (de lo que recuerdo, las chicas comenzaron a preocuparse por el aspecto físico, llevaban crema de manos, brillito labial, falda, zapatos lustrados, pelo peinado y amarrado, aros, pulseras, anillos, maquillaje piola, etc.); dejé de mirar a mi cuerpo crecer (decidí dejar de usar sostén e ignoré las molestias de llevar una toallita entre las piernas una vez al mes); tampoco tenía la posibilidad de hacerme –mentalmente– una muchacha porque no me juntaba con muchachas (ellas y la influencia de revistas para adolescentes como “Seventeen”, programas de tv de moda como “Mekano”, conversaciones de quién te gustaba porque no me gustaba nadie, parloteo sobre reglas y tampones porque lo encontraba de adultos –sé que te dicen que cuando te llega la regla te dicen “ahora eres mujer”, pero nop, una capacidad física limitada para concebir no se corresponde con la capacidad psicológica para enfrentarlo–). Estoy convencida de que esos dos amigos repitentes no me veían como una niña, porque no me trataban como una; eran brutos conmigo y me gustaba, porque podía ser bruta con ellos y me sentía como una igual, una persona igual a ellos.

Ahora me da risa cuando alguien me confunde con un chico, porque la gente se pone muy nerviosa y se pierde en disculpas que no son necesarias (a mi parecer) ¿debiera sentirme mal porque alguien se refiere a mí como hombre? ¿tan mal está que te confundan con alguien de un género distinto? ¿acaso debiera sentirlo como un insulto? Yo creo que no y por eso me da risa, porque la gente se siente muy incómoda, pero yo no.                   


*El mismo Schäfer con cargos criminales por abuso sexual infantil, violación, secuestro, abuso deshonesto, posesión ilegal de armas de fuego y explosivos; según el mundo y el internet.      

1 de noviembre de 2020

Para Ofelia.

  [2:27] Domingo / 1-noviembre-2020

Ofelia: 

Sí, he sido terriblemente negligente. Hace poco encontré esa palabra para definir, a la perfección, mi relación con el trabajo y la vida: negligente. Sabemos que tengo una carta tuya que jamás respondí (aunque prometí que lo haría y te lo dije más de una vez), a estas alturas me siento estúpida, aunque debiera sentir vergüenza.

Me gusta todo lo que tenga que ver con las cartas, desde muy muy pequeña escribí cartas antes que literatura. Cuando estaba en básica aprendí las reglas para escribir una carta, apenas aprendí a escribir comencé a molestar a mi mamá para que fuera al correo a dejar mis cartas, casi cada año nos decían que debíamos escribir y lo hacíamos. Escribí cartas por el colegio, para navidad, para entretenerme en vacaciones de verano o de invierno, para el día de la amistad, para quejarme, para felicitar, para los cumpleaños, para las declaraciones de amor, para las amenazas, para manifestar mi bienestar o mi soledad; ahora lo hago para quien lo valore, para legar (varias veces y de distintos modos) el tocho de tonteras que tengo escritas y mis diarios, para canalizar la ira, para disculparme, para amar, para conservar pensamientos. Las primeras cartas que escribí fueron para mi abuelo (desde Chuquicamata hasta Las Compañías) y cartas a mi abuela (desde Chuquicamata hasta Calama): porque había que escribir. Cada año también escribía una para el viejito pascuero, aunque mi mamá jamás las envió porque ¿sabes? las cartas que llegan al correo son respondidas por voluntarios y, a veces, hacen caridad con los niños desamparados; nosotros no necesitábamos las cosas que otros niños sí, mi mamá respondía con regalos a las peticiones para el viejo pascuero. 

Con muchas de mis mejores amigas, nos carteábamos en clases, de un banco a otro; de ese tiempo tengo una declaración de amor lésbico (o eso creo, por el corazón rojo y las palabras “Pía, te quiero”), un par de avioncitos de papel (que declaran “por favor no me botes”), papeles que podrían ser cartas (con algunas otras consignas de amistad y cariño) y dibujos (que también tenían la intención de ser cartas). Cuando me cambié por primera vez de colegio, comencé a recibir y enviar cartas de amor por primera vez: mi abuela vio las cartas, le dijo a mi madre que yo estaba pololeando y ella se enojó mucho –aunque yo no entendí jamás por qué)… acabé quemando todo lo que había recibido. Desde ese momento fui mucho más cuidadosa con mis escritos, porque mi abuela no era capaz de respetar la privacidad de nadie. Algunos años más tarde descubrí que mi madre era igual, leía todo lo que yo tenía y se hacía la tonta cuando ella misma se ponía en evidencia: de ahí mi paranoia con la privacidad de las personas y la obsesión de archivar y ocultar todo (incluso bajo llave si lo considero necesario). Cuando dejé ese colegio, anoté la dirección de una amiga para mantener contacto a través de correspondencia escrita y enviada por correo: de esos años tengo varias cartas, esa amiga (trece años después) aún es mi amiga y tenemos la oportunidad de vernos cuando se realiza la feria del libro independiente de Antofa. En un tercer colegio un compañero de curso hacía de intermediario entre una amiga (que conocí en segundo básico) y yo, muchas cartas más vienen de ese tiempo, prácticamente leímos nuestros cambios mientras pasábamos de ser niñas a adolescentes: ella también es mi amiga hasta el día de hoy (nos conocemos hace veintisiete años). Cuando iba en octavo recibí una declaración de amor en una tarjeta de opalina (por el día inventado de “San Chuquitín”) junto a una rosa roja y un prendedor precioso: el amigo iba en tercero medio y daba a entender que sentía amor por mí, pero sólo manifestó amistad y mucha simpatía; en la tarjeta iba escrita la mitad de lo que tenía para decir, luego me pasó “la versión completa”. Cuando salí del infierno del colegio, pedí la dirección de las mujeres con las cuales me relacioné en los últimos dos peores años de mi vida escolar, me carteaba con algunas de ellas en mis dos peores años de universidad; creo que acabé deprimiéndolas porque no recuerdo cómo terminó nuestra correspondencia (¿dejaron de responder? porque yo tengo recuerdos de que iba sagradamente al correo a dejar dos o más cartas cada mes). Cuando me enamoré, mandé cartas de amor y, luego de amenaza, fueron tres o cuatro que no fueron respondidas; ella se asustó de seguro y no me importa, me quedó debiendo 30 lucas y un bolso que no era mío. 

Unos cuantos meses antes de abandonar la u, comencé a cartearme de modo serio (como un compromiso impostergable) con dos poetas en simultáneo: pronto aprendí que la gente no valora las palabras (1.- las cartas que yo escribía eran leídas en carretes rancios y fueron objeto de burla) y que escribir cartas puede ser una fuente inagotable de vergüenza (2.- me pidieron las cartas y yo devolví las que yo había escrito, pero me quedó la impresión de que quería las que él había escrito; además me consumió dos veces la ira por el tema de las cartas). De ese tiempo tengo: 1.- de mi parte 23 misivas más 3 no enviadas, de su parte 38 misivas; 2.- de su parte, más menos, 200 misivas y de mi parte, más menos, 370 misivas. Por mi parte y para que les de vergüenza, yo puedo asegurar que nadie más que yo ha leído todo ese tocho de cartas y tengo todo ordenado y archivado: las cartas en las que fui remitente y las cartas en las que fui destinataria. Además tengo todos los mails impresos, un álbum de chicheríos insignificantes y la historia editorial de ambos. 

Antes de darme cuenta, había comprado un montón de libros que hablan –o son– sobre las misivas y el género epistolar: la historia de la correspondencia, cómo escribir cartas correctamente, cartas entre dos autores que leo, cartas de un autor que leo (¡aguante Capote!), cartas entre autores que no me gustan, cartas encontradas en la calle, cartas que llegan en fardos de objetos desechados en países primermundistas, cartas que acompañan muñequitos inconclusos, mails que imprimo para imitar un carteo. No me he puesto a contar, pero creo haber escrito más cartas que cuentos; en tanto a cantidad de palabras, las cartas sobrepasan por mucho a los cuentos. Mi legado epistolar es más amplio y rico que mi legado literario; me interesa más dejar mis cartas y diarios bien resguardados que mis borradores u originales (incluso las publicaciones).            

Ahora mismo, después de tanta trayectoria epistolar y sabiendo que muy pocas personas valoran la correspondencia como un ejercicio impulsado por la dedicación y el cariño, soy capaz de tomar ese compromiso, pero con cautela. Reconozco que me cuesta comenzar porque muchas veces se me descontrolan las emociones y si estoy mal, escribo como si me fuera a morir o me fuera a matar; hay otras veces en que he usado las cartas como medio para canalizar mi ira y me siento mal por haber tomado esa mala decisión; a veces mis cartas son declaraciones de un dolor intenso y jamás son enviadas; a veces guardo cartas con la intención de responderlas, pero encontrar el ánimo “correcto” (intención feliz) para hacerlo es complicado. 

Hoy llegué a mi casa muy tarde, pasé el día con mi mejor amigo. Apenas el portón estuvo abierto, encontré una carta en una bolsa autosellable (excelente decisión para este clima webiado y húmedo), casi me da algo cuando vi el símil de estampilla, pero holográfico: una estación espacial espectacular en medio del espacio, un planeta, un astronauta, un satélite y un transbordador espacial. Reconozco que después de emocionarme, me impuse una expresión emocional neutral: no podía saber si la carta era de alguien que quiero o de alguien que odio (sí, gente de la cual no quiero saber nada, me ha dejado cartas); el sobre no tenía nada escrito. Me ocupé un poco del patio y la casa, prendí luces y cerré cortinas. Salí con un cigarro en la boca y me senté tranquilamente a leer. 

Agradezco mucho que te tomaras el tiempo para escribir y hacerme llegar esta misiva (¡¿cómo porras le hiciste?!); se me estremece el corazón cuando leo una carta, sentí mucho amor al leer ésta. El sobre, las esquelas y la letra a mano son elementos significativos porque tú me los destinaste. Este texto es una respuesta larga y apropiada tanto para una epístola como para la web, es el momento preciso para unir aquello a lo que más tiempo le dedico últimamente. Quisiera renunciar a escribir, es inútil escribir, es estúpido escribir, es una pérdida de tiempo y energía, es un acto absurdo, es algo que toma mucho de ti y te consume; escribas lo que escribas terminarás destrozadx. Quise renunciar, pero las manos se me fueron al diario, después al blog, después al intercambio, después a la máquina, después al computador, después al lápiz, después, después, después, después. Quisiera hacer algo o dedicar el tiempo a algo que permanecerá en la tierra como algo útil y valioso, algo de lo cual tenga la certeza de que no terminará en la basura como basura. Me doy media vuelta y odio perder el tiempo en esto, me doy otra vuelta y tengo las manos en las letras, soy la estúpida que regresa a algo que entiende mal y ejecuta pésimo. Me siento encajonada entre el raciocinio y la voluntad, me pego cabezazos porque me pillo escribiendo sin ganas de hacerlo y sin tener nada valioso que escribir. ¿Escribes? Sí ¿sientes que vas a algún lado? No ¿sientes que morirás pronto? Sí.  

Siento si me fui por las ramas, al parecer me cuesta mantener una línea coherente y eficiente de comunicación. El resto es de nosotras, espero pronto poder conversar contigo. 

Entablar un intercambio de misivas escritas es un compromiso. Decidí responder en este blog, de modo público a tu carta, porque quería hacer de esto un reconocimiento.   

*PD: Mis disculpas por la desprolijidad del texto. [4:58]