Antes de leer alguna entrada de "Cierto personaje acusado de alta traición":

1 de noviembre de 2020

Para Ofelia.

  [2:27] Domingo / 1-noviembre-2020

Ofelia: 

Sí, he sido terriblemente negligente. Hace poco encontré esa palabra para definir, a la perfección, mi relación con el trabajo y la vida: negligente. Sabemos que tengo una carta tuya que jamás respondí (aunque prometí que lo haría y te lo dije más de una vez), a estas alturas me siento estúpida, aunque debiera sentir vergüenza.

Me gusta todo lo que tenga que ver con las cartas, desde muy muy pequeña escribí cartas antes que literatura. Cuando estaba en básica aprendí las reglas para escribir una carta, apenas aprendí a escribir comencé a molestar a mi mamá para que fuera al correo a dejar mis cartas, casi cada año nos decían que debíamos escribir y lo hacíamos. Escribí cartas por el colegio, para navidad, para entretenerme en vacaciones de verano o de invierno, para el día de la amistad, para quejarme, para felicitar, para los cumpleaños, para las declaraciones de amor, para las amenazas, para manifestar mi bienestar o mi soledad; ahora lo hago para quien lo valore, para legar (varias veces y de distintos modos) el tocho de tonteras que tengo escritas y mis diarios, para canalizar la ira, para disculparme, para amar, para conservar pensamientos. Las primeras cartas que escribí fueron para mi abuelo (desde Chuquicamata hasta Las Compañías) y cartas a mi abuela (desde Chuquicamata hasta Calama): porque había que escribir. Cada año también escribía una para el viejito pascuero, aunque mi mamá jamás las envió porque ¿sabes? las cartas que llegan al correo son respondidas por voluntarios y, a veces, hacen caridad con los niños desamparados; nosotros no necesitábamos las cosas que otros niños sí, mi mamá respondía con regalos a las peticiones para el viejo pascuero. 

Con muchas de mis mejores amigas, nos carteábamos en clases, de un banco a otro; de ese tiempo tengo una declaración de amor lésbico (o eso creo, por el corazón rojo y las palabras “Pía, te quiero”), un par de avioncitos de papel (que declaran “por favor no me botes”), papeles que podrían ser cartas (con algunas otras consignas de amistad y cariño) y dibujos (que también tenían la intención de ser cartas). Cuando me cambié por primera vez de colegio, comencé a recibir y enviar cartas de amor por primera vez: mi abuela vio las cartas, le dijo a mi madre que yo estaba pololeando y ella se enojó mucho –aunque yo no entendí jamás por qué)… acabé quemando todo lo que había recibido. Desde ese momento fui mucho más cuidadosa con mis escritos, porque mi abuela no era capaz de respetar la privacidad de nadie. Algunos años más tarde descubrí que mi madre era igual, leía todo lo que yo tenía y se hacía la tonta cuando ella misma se ponía en evidencia: de ahí mi paranoia con la privacidad de las personas y la obsesión de archivar y ocultar todo (incluso bajo llave si lo considero necesario). Cuando dejé ese colegio, anoté la dirección de una amiga para mantener contacto a través de correspondencia escrita y enviada por correo: de esos años tengo varias cartas, esa amiga (trece años después) aún es mi amiga y tenemos la oportunidad de vernos cuando se realiza la feria del libro independiente de Antofa. En un tercer colegio un compañero de curso hacía de intermediario entre una amiga (que conocí en segundo básico) y yo, muchas cartas más vienen de ese tiempo, prácticamente leímos nuestros cambios mientras pasábamos de ser niñas a adolescentes: ella también es mi amiga hasta el día de hoy (nos conocemos hace veintisiete años). Cuando iba en octavo recibí una declaración de amor en una tarjeta de opalina (por el día inventado de “San Chuquitín”) junto a una rosa roja y un prendedor precioso: el amigo iba en tercero medio y daba a entender que sentía amor por mí, pero sólo manifestó amistad y mucha simpatía; en la tarjeta iba escrita la mitad de lo que tenía para decir, luego me pasó “la versión completa”. Cuando salí del infierno del colegio, pedí la dirección de las mujeres con las cuales me relacioné en los últimos dos peores años de mi vida escolar, me carteaba con algunas de ellas en mis dos peores años de universidad; creo que acabé deprimiéndolas porque no recuerdo cómo terminó nuestra correspondencia (¿dejaron de responder? porque yo tengo recuerdos de que iba sagradamente al correo a dejar dos o más cartas cada mes). Cuando me enamoré, mandé cartas de amor y, luego de amenaza, fueron tres o cuatro que no fueron respondidas; ella se asustó de seguro y no me importa, me quedó debiendo 30 lucas y un bolso que no era mío. 

Unos cuantos meses antes de abandonar la u, comencé a cartearme de modo serio (como un compromiso impostergable) con dos poetas en simultáneo: pronto aprendí que la gente no valora las palabras (1.- las cartas que yo escribía eran leídas en carretes rancios y fueron objeto de burla) y que escribir cartas puede ser una fuente inagotable de vergüenza (2.- me pidieron las cartas y yo devolví las que yo había escrito, pero me quedó la impresión de que quería las que él había escrito; además me consumió dos veces la ira por el tema de las cartas). De ese tiempo tengo: 1.- de mi parte 23 misivas más 3 no enviadas, de su parte 38 misivas; 2.- de su parte, más menos, 200 misivas y de mi parte, más menos, 370 misivas. Por mi parte y para que les de vergüenza, yo puedo asegurar que nadie más que yo ha leído todo ese tocho de cartas y tengo todo ordenado y archivado: las cartas en las que fui remitente y las cartas en las que fui destinataria. Además tengo todos los mails impresos, un álbum de chicheríos insignificantes y la historia editorial de ambos. 

Antes de darme cuenta, había comprado un montón de libros que hablan –o son– sobre las misivas y el género epistolar: la historia de la correspondencia, cómo escribir cartas correctamente, cartas entre dos autores que leo, cartas de un autor que leo (¡aguante Capote!), cartas entre autores que no me gustan, cartas encontradas en la calle, cartas que llegan en fardos de objetos desechados en países primermundistas, cartas que acompañan muñequitos inconclusos, mails que imprimo para imitar un carteo. No me he puesto a contar, pero creo haber escrito más cartas que cuentos; en tanto a cantidad de palabras, las cartas sobrepasan por mucho a los cuentos. Mi legado epistolar es más amplio y rico que mi legado literario; me interesa más dejar mis cartas y diarios bien resguardados que mis borradores u originales (incluso las publicaciones).            

Ahora mismo, después de tanta trayectoria epistolar y sabiendo que muy pocas personas valoran la correspondencia como un ejercicio impulsado por la dedicación y el cariño, soy capaz de tomar ese compromiso, pero con cautela. Reconozco que me cuesta comenzar porque muchas veces se me descontrolan las emociones y si estoy mal, escribo como si me fuera a morir o me fuera a matar; hay otras veces en que he usado las cartas como medio para canalizar mi ira y me siento mal por haber tomado esa mala decisión; a veces mis cartas son declaraciones de un dolor intenso y jamás son enviadas; a veces guardo cartas con la intención de responderlas, pero encontrar el ánimo “correcto” (intención feliz) para hacerlo es complicado. 

Hoy llegué a mi casa muy tarde, pasé el día con mi mejor amigo. Apenas el portón estuvo abierto, encontré una carta en una bolsa autosellable (excelente decisión para este clima webiado y húmedo), casi me da algo cuando vi el símil de estampilla, pero holográfico: una estación espacial espectacular en medio del espacio, un planeta, un astronauta, un satélite y un transbordador espacial. Reconozco que después de emocionarme, me impuse una expresión emocional neutral: no podía saber si la carta era de alguien que quiero o de alguien que odio (sí, gente de la cual no quiero saber nada, me ha dejado cartas); el sobre no tenía nada escrito. Me ocupé un poco del patio y la casa, prendí luces y cerré cortinas. Salí con un cigarro en la boca y me senté tranquilamente a leer. 

Agradezco mucho que te tomaras el tiempo para escribir y hacerme llegar esta misiva (¡¿cómo porras le hiciste?!); se me estremece el corazón cuando leo una carta, sentí mucho amor al leer ésta. El sobre, las esquelas y la letra a mano son elementos significativos porque tú me los destinaste. Este texto es una respuesta larga y apropiada tanto para una epístola como para la web, es el momento preciso para unir aquello a lo que más tiempo le dedico últimamente. Quisiera renunciar a escribir, es inútil escribir, es estúpido escribir, es una pérdida de tiempo y energía, es un acto absurdo, es algo que toma mucho de ti y te consume; escribas lo que escribas terminarás destrozadx. Quise renunciar, pero las manos se me fueron al diario, después al blog, después al intercambio, después a la máquina, después al computador, después al lápiz, después, después, después, después. Quisiera hacer algo o dedicar el tiempo a algo que permanecerá en la tierra como algo útil y valioso, algo de lo cual tenga la certeza de que no terminará en la basura como basura. Me doy media vuelta y odio perder el tiempo en esto, me doy otra vuelta y tengo las manos en las letras, soy la estúpida que regresa a algo que entiende mal y ejecuta pésimo. Me siento encajonada entre el raciocinio y la voluntad, me pego cabezazos porque me pillo escribiendo sin ganas de hacerlo y sin tener nada valioso que escribir. ¿Escribes? Sí ¿sientes que vas a algún lado? No ¿sientes que morirás pronto? Sí.  

Siento si me fui por las ramas, al parecer me cuesta mantener una línea coherente y eficiente de comunicación. El resto es de nosotras, espero pronto poder conversar contigo. 

Entablar un intercambio de misivas escritas es un compromiso. Decidí responder en este blog, de modo público a tu carta, porque quería hacer de esto un reconocimiento.   

*PD: Mis disculpas por la desprolijidad del texto. [4:58]    

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