Antes de leer alguna entrada de "Cierto personaje acusado de alta traición":

9 de agosto de 2020

Enfermedad III

De ahí en más, después de padecer en el carrillo y la nariz, sabía más o menos que esperar y qué hacer, no es algo que no vea venir y es bueno saberlo; ya no me asusto ni me hago más daño por desconocimiento. Entre la infección de la nariz y la siguiente en el mismo lugar, pasaron varias en la comisura de los ojos, pero pude evitar que se propagaran con una crema antibiótica. Fueron quizás tres o cinco más que no pasaron a mayores, algunas en los párpados y otras cerca de la nariz. Un día o dos, quizás tres días e incomodidad. Nada grave, nada de lo que debiera preocuparme más de la cuenta.

A pesar de haber pasado caminando cientos de veces por el mismo peladero -para acortar el camino dirección a mi casa-, jamás me había tocado ver y vivir algo tan impactante, no me eché a llorar porque quizás estaba pensando en la forma adecuada de caminar las cuadras que me faltaban para llegar a la casa. A medio peladero, oí unos maullidos que parecían salir de un gato muy pequeño; me es imposible pasar de largo cuando escucho un maullido (me agrada acariciar gatos). Me costó ver de dónde venía el maullido, no veía gatos, pero sí un agujero y harta maleza que entorpecía mi búsqueda. Dejé la bicicleta a un lado y prendí la linterna del celular. La subida de siempre, la que uso cuando voy en bici, está en medio de dos calles poco transitadas por vehículos; me alertó que un auto se detuviera y, al parecer, alguien estuviera observándome. Entre que buscaba la fuente del maullido y ese auto que se detuvo sin razón aparente, me sentí nerviosa. ¿En dónde estaba el gatito que maullaba de ese modo? ¿estaba llorando o gritando? ¿estaba herido o se había perdido? Busqué harto porque esperaba encontrar algo más grande y sólo uno... debí llorar. Había tres gatitos de apariencia similar arrastrándose sobre la panza y uno maullaba; estaban cerca uno de otro, estaban cerca también del agujero. No sabía qué hacer, creí que les haría daño si los llevaba en las manos y me quité la chaqueta. Mi chaqueta tiene un gorro mucho más grande que mi cabeza, pensé que ahí podría ponerlos para llevarlos a casa. Los tomé con mucho cuidado porque pensé que les haría daño y los dejé dentro; el que maullaba dejó de hacerlo. Busqué un rato en el agujero y cerca de la pared, entre las acelgas salvajes y la maleza; esperaba con todo mi corazón que no hubieran más gatitos tirados o alguno muerto. Me amarré la chaqueta al cuerpo dejando el gorro colgando sobre mi torso, de modo que pudiera verlos y vigilar que no cayeran a la calle. Tomé la bicicleta y fui a casa lento. 
Al llegar, no sabía qué mierda hacer. Llamé a mi tía (que vive en la casa de al lado) y me retó. Pensó que había robado esos gatos, que quizás la mamá gata estaba cerca y que yo me los había llevado de caprichosa; me retó harto y me dijo que debíamos ir a buscar a la mamá. No, no había nada, esos gatitos fueron tirados ahí. Los metí en una cajita con una toalla de monitos y fuimos a buscar a la mamá gata. Regresé al peladero e intenté ver si había más gatitos. Mi tía se puso a golpear puertas para preguntar si alguien tenía una gata preñada o si alguien había "perdido" esos gatitos. La única señora que nos abrió la puerta, dijo que esos gatos llevaban seis horas gritando en el mismo lugar; en, por lo menos, seis horas nadie hizo nada; la señora esa tampoco hizo algo y es que se justificó diciendo que estaba chata de hacerse cargo de animales que traía su hija. Vieja de mierda -pensé-. Esos gatos fueron tirados por alguien y era un conchesumare, regresamos a casa y caminamos más allá, unas calles más al norte. Mi tía me llevó donde una señora que cuida animales abandonados, su casa parece un refugio y no es parte de ninguna institución o de los animalistas, simplemente es una señora que cuida bichitos que fueron abandonados. Me dijo que esperara que se muriera alguno. Ella ya estaba cuidando tres que tenían dos meses, creo; tampoco yo quería dejarlos en otro lugar, decidí que los cuidaría hasta que murieran o pudieran ser adoptados. Me dio las indicaciones mínimas para que sobrevivieran un poquito más, me dio un guatero y le dio de comer a dos... el tercero sangraba de nariz y hocico, por lo tanto no comió y ese era el que quizás moriría; me prestó el guatero, me prestó una mamadera y un poco de leche en polvo para gatitos. No recordaba haber visto gatitos tan pequeños, con los ojos cerrados y con el cordón umbilical aún adherido a la panza; mucho menos había visto alguno así abandonado. Ya con el guatero, parecieron calmarse. Al otro día llegué con los gatitos a la casa de mi familia. Parecían estar bien o mejor -dentro de lo malo que era su pronóstico-. Devolví lo prestado y mi tía me regaló las mismas cosas, pero nuevas ¡gracias! yo no tenía un jodido peso para comprar nada.
Me tocaba ir a una presentación del libro de una amiga y dejé a los gatitos a cargo de mi madrecita. Ya la nariz me molestaba el día anterior, el borde superior de la fosa nasal derecha. Entre que me molestaba el cuerpo y me sentía fatal por esos gatitos, entre que deseaba que crecieran rápido para darlos en adopción y mis obligaciones, en medio de la presentación del libro, mi madrecita me llamó para decirme que un gatito había muerto. Ya tenía la piel sobre la infección medio desprendida, ya tenía enrojecida toda la nariz y un poco hinchado el rostro, tenía alergia y mis ojos estaban rojos, ya apenas podía contener el llanto. Me fui al baño y lloré mientras intentaba hacer -a punta de apretones rabiosos- que la infección saliera de una vez; acabé sacando el cacho de piel medio desprendida y se podía ver claramente que debajo tenía la carne echa gelatina, un trozo turgente de color blanco lechoso y brillante se asomaba casi en la punta de mi nariz y no podía ocultarlo. Ese trozo de infección no se iría de ahí aunque lo apretara con todas mis fuerzas, la pena tampoco y tendría que aguantarme la alergia porque no se alivia automáticamente. Pasé por casa a recoger a los gatitos y, al otro día, enterré al que había muerto. Lloré harto y la infección era lo de menos, seguí quitando la costra e intentando sacar el pus apretando mi nariz; nada. Creo que estuve dos semanas intentándolo y la cicatriz que quedó es visible hasta hoy, las infecciones que he padecido volvieron mi rostro aún más asimétrico (han pasado nueve meses o algo así); si me miras de cerca y de frente, lo notarás. 
A la semana, otro de los gatitos murió, ese era el más grande. El más pequeño, el que sangraba por nariz y hocico estaba muy sano; le dije a mi hermana que no le pusiera nombre porque se encariñaría y no quería quedarme con ese gatito, sí o sí lo daría en adopción; sólo estaba esperando a que tuviera tres o cuatro meses para que se fuera más fuerte y tuviera menos posibilidades de morir. El bicho éste parecía que se había tragado una pelota más grande que su cabeza, pasaba hinchado todo el tiempo y parecía que quería comer hasta reventar; se le cayó el cordón umbilical, se rasgaron sus párpados y pude verle los ojos, creo que le agradaba mi olor a pucho porque gemía menos cuando yo estaba cerca y lo alimentaba o limpiaba, sólo lo asumo porque no sobrevivió mucho tiempo desde que se abrieron sus ojitos. En medio, desde la muerte del primero y el segundo, caí en la desesperación en algún momento. Pedí ayuda, y eso pasa en muy contadas ocasiones, pues no me agrada hacerlo, prefiero morirme antes de pedir ayuda para mí. Mi desesperación era porque creí, que en mis manos, esos gatitos morirían antes que en manos de alguien más; me contactaron con dos chicas que eran todo corazón mientras hablaban conmigo, pero que no estaban dispuestas a concretar esa ayuda: les pedí que se hicieran cargo de los gatitos por un tiempo porque yo era una bruta sin sentido del orden y de la responsabilidad, ambas dejaron de hablarme y me frustré mucho, me dolió y finalmente dejó de importarme. 
Me ha costado terminar esta entrada, siento tristeza de sólo recordar esto y me cuesta hacerlo de modo cronológico. 
El gatito que quedó vivo estuvo viajando en una caja o en una mochila desde la casa en que vivo a la casa familiar y de vuelta por muchas semanas. El 18 de octubre, por fin, mis padres viajarían lejos y me quedaría con mi hermana, sólo con ella. Mi plan era sacarla a pasear, hacerle de comer lo que ella quisiera y ver monitos a toda hora, fumar en casa sin sentir la necesidad de esconderme. El 18 explotó todo y el resto de mi familia estaba en Santiago. El 19 debían salir fuera del país y nosotras nos quedaríamos acá, esperando que pudieran llegar al aeropuerto sin contratiempos. El 20 ya todo se había ido al carajo y conversaba con mi hermana, compartíamos videos y no podía dormir bien y tampoco podía dejar de fumar -uno tras otro, uno tras otro-. Descubrimos una manera de estar juntas esas semanas -sin dejar de venir a la casa donde vivo y hacerme cargo de Birdo- y pasé muchas noches allá con ella porque me daba miedo dejarla sola, no porque pensaba que le iba a pasar algo o que no pudiera afrontar algún contratiempo, sino porque ella era la única familia que tenía cerca y me sentía la única responsable por ella. Pasamos mil mierdas los primeros días, pensaba que se me perdería entre la multitud y que le pasaría algo malo, siempre bajé al centro con ella y yo iba resguardada en una fachada sólida de terrible sobriedad, seria y valiente ante cualquier cosa (careta que perdí en varios momentos porque sentí miedo, uno tipo de miedo que jamás había sentido). Si hubiera estado sola, no me hubiera importado morirme ahí; nadie reclamaría nada. A la semana, unas amigas de mi hermana se quedaron algunos días en la casa y, tal como llegaron, se fueron. Por un problema de sobreventa de pasajes, bajamos juntas al terminal a las 12:00, pero acabamos con pasajes para las 23:00. Después del show para que les reasignaran pasajes, nos topamos con una chica rubia que parecía estar en problemas. Afortunadamente una de las amigas de mi hermana hablaba fluido el inglés. La chica era alemana y estaba estudiando en Santiago por medio de un intercambio. Había viajado a La Serena y, en día anterior, había recogido a un gatito de meses en Coquimbo. Cuando la vimos, ella iba al terminal a cambiar su pasaje; el gatito estaba mal y ella no quería dejarlo botado en La Serena, pero tampoco podía llevárselo. Acabamos decidiendo llevarnos al gatito con nosotras y la chica, por supuesto, dejó de llorar y de sentirse mal por el gatito. Mi hermana pagó un veterinario y, con medicamentos, mejoró considerablemente. Subió de peso, comenzó a jugar como un gatito normal y se sanó su ojito (tenía un párpado caído por una infección). Teníamos a dos gatitos (de semanas de diferencia) que debíamos cuidar, más perro y gato de la familia, además de mi Birdo. Creo que cuidar esos bichitos fue un buen remedio para no caer en el dolor, cuidarlos era tener un motivo para llegar de regreso a salvo y a la hora para alimentarlos. Dos semanas y algunos días después, mi familia regresó sin problemas y fue un alivio. Pasaron algunas semanas más y ya todos estaban encariñados con ambos gatitos (el que quedaba vivo de la camada y el que recogió la alemana). El gatito coquimbano estaba más que sanito y crecía notablemente; el que yo recogí era pequeño y mostraba algunas dificultades al caminar, se recogían sus deditos al apoyar la patita en el suelo, a veces parecía que le faltaba el aire y siempre estaba hinchadito, dormía un montón. 
Los gatitos que murieron los enterré en el patio, en agujeros que cavé contiguos, debajo de la ventana de mi pieza; ahí no crece maleza y siempre está limpio, pensé que ahí a nadie se le ocurriría poner alguna planta o intervenir de algún modo la tierra, por eso los enterré ahí. Cuando bajaba al patio me preguntaba si el gatito -el que quedaba de la camada- se acordaría de los otros o extrañaría la presencia de los otros, me preguntaba si los había visto antes de morir o si recordaría el olor que tenían; me hacía muchas preguntas y sentía pena porque no fui capaz de mantenerlos vivos. Algunas veces dejaba a los gatitos en la casa familiar y a mi padre le encantaba el gatito coquimbano, jugaban y el gatito andaba webiando por ahí; a mi madrecita le gustaba el que recogí yo porque era hembra y era tan chiquito, además le seguía siempre y el perro hacía de guardaespaldas, a ese gatito le gustaba mirar al cielo y extendía sus patitas hacia arriba, intentando tocar el sol. Estoy a punto de llorar, voy por un cigarro, no quiero llorar. Sigue, no estoy llorando. 
Al gatito coquimbano lo ofrecí "en adopción" con unas fotos y su breve historia, pedía mucho que fuera alguien conocido quien lo adoptara y, afortunadamente, fue así; mi hermana me acompañó a dejarlo porque quería asegurarse de que acabaría en un buen hogar. Gracias Ared, le diste un buen hogar y ahora ese gatito está vivo y sanito.
Me quedaba el pequeño y, con las semanas, comenzamos a notar que estaba algo mal con él: era muy pequeño y crecía muy poco, se cansaba y le faltaba el aire, tenía su patita tullida. Lo llevé mucho al veterinario y todo lo pagó mi tía, muchas gracias. En noviembre, cuando el gatito tenía fácil dos meses y tanto, cabía en la mano y aún parecía una cría de semanas. En noviembre, decidí dejar al gatito en la casa familiar y estuvo ahí cuatro días, dos por una feria a la que debía asistir y otros dos porque me invitaron a Paihuano (me vieron deprimida y me invitaron para sacarme de acá). Cuando llegué a La Serena, fui a buscar al gatito y ese fue el último día que puse tomarlo entre mis manos y acercarlo a mi pecho. Al otro día el gatito estaba muerto, el mismo día lo enterré y soñé muchos días con él. Aún siento mucho dolor cuando pienso en eso. Sentí rabia también y mi tía me preguntó si sentía que mi madrecita había hecho algo mal, quizás pensaba que yo le echaba la culpa a mi madre por la muerte del gatito. No tía, no es eso. No me siento mal por su muerte, no le echo la culpa a nadie, menos a mi madrecita. Me sentía mal porque la única certeza que tenía, con respecto al gatito, era que ese día fue su último día; pude haberlo pasado con él en vez de irme a Paihuano o más días si no hubiera ido a la feria. No sentía culpa porque entiendo la muerte, entiendo que nos morimos todos los días y entiendo que ese gatito vivió poco, pero vivió mejor. Morir de frío a las horas de haber nacido era peor que morir después de haber recibido amor y cariño y cuidado de una weona fumeta y de su familia. Haber muerto en el peladero sin haber tenido opción o morir en una casa en donde yo estaba pensando en adoptarlo, en cuidar de ese gatito porque estaba enfermo y quizás no iba a tener mucho más tiempo. Ese gatito se murió un día antes de navidad. Ahora sí estoy llorando. Ese lugar en donde están enterrados no tiene maleza y siempre está limpio, nadie pisa ahí y nadie sabe dónde están más que yo. Todo lo que tuve de ese gatito terminó en la casa de la señora que me enseñó a cuidarlos, le llevé todo y lloré todo el camino de vuelta.   
                

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