Hace una década no pensaba en
ninguna enfermedad -o en el dolor- porque no los padecía; me sentía afortunada
de no haber sido sometida a cirugias, de no haberme quebrado un hueso, de no
haber tenido un accidente, de no sentir dolor de cabeza o retorcijones
menstruales. Bueno, hace diez años no pensaba en eso, pero lo cierto es que sí
había sentido dolor físico antes de eso, pero en tan pocas oportunidades que
las recuerdo bien. Al mudarse mi familia a otra ciudad, sentí que todo lo que
conocía se acababa; comencé a cambiar drásticamente de un modo evidente (a los
ojos de mi entorno) y de modo devastador para mi familia (que tuvo que
soportarme "así" durante un año y medio). Durante ese año y medio con
mi familia en otra ciudad, me dio dos veces tortícolis -mientras cursaba
tercero y cuarto medio- y no había ninguna razón para padecerla... ninguna
razón física, porque -segura- eso fue provocado por el intenso odio que sentía
por toda la situación: ciudad horrible, colegio horrible, preu horrible,
compañeros de curso horribles, profes horribles, todo mal a mis ojos (y no es
que todo fuera totalmente malo, pero tampoco tuve la oportunidad de acostumbrarme
a eso antes de abandonarlo). Las dos veces que me dio tortícolis no me
permitieron faltar al colegio, me ponía la ropa entre lágrimas y apenas podía
girar la cabeza; es un tipo de dolor muy particular, algo que recuerdo con
detalles. Las dos veces me pincharon -creo que un relajante muscular- y me
dieron pastillas. La primera vez, entretanto ya me estaba recuperando (sentía
dolor, pero leve), me apunté a un paseo de curso al Pozo 3 (un camping con
piscina en San Pedro de Atacama) y obtuve dos "curas", bebí vino
hasta el vómito y dejó de dolerme el cuello -aunque dormí poco, pésimo y en el
suelo de una carpa-. A pesar de que me dijeron que el dolor provenía de mi
mente (o sea, era algo psicosomático) yo me negaba a creerlo: estaba haciendo
lo que debía hacer, cumplía con lo que se requería de mí, casi no tenía
problemas, mi familia era (y es) muy funcional... yo cumplía, pero no es que yo
creyera que tenía otra opción, de hecho no tenía otras opciones. Por muchos
años me negué a creer que ese dolor era producto de algo que me preocupaba o me
hacía daño, porque no me importaban las notas (lo mínimo era mantener un
promedio que no pusiera la atención de mis padres sobre mí), menos la psu
(quería un puntaje que me permitiera entrar a la u, pero no me importaba en qué
o dónde, necesitaba algo que mantuviera la atención de mis padres lejos de mí),
porque no me importaba no tener un grupo del cual sentirme parte, porque no me
importaba lo que pensara la gente de mí: lo único que llenó mi cabeza durante
ese tiempo era la idea de morirme.
Pasé hartos años sola acá, sola
de los cojones y se puede resumir en tres hitos: no pude construir relaciones
de amistad que perduraran más allá del "compañerismo" universitario
(hay una chica a la que aún le envío mensajes y siento que de algún modo
raro me aprecia, ella de entre otras 100 personas que conocí mientras
estudiaba), me acerqué mucho a la familia de mi tía (la que ahora considero una
segunda familia -gracias tía, te quiero mucho-) y tuve tiempo para construir lo
que soy ahora ("literariamente" hablando). No, no padecí de dolor
físico -dejo fuera la cogorza-, pero sí dolor emocional y lo recuerdo, también,
con detalle. Hace diez años pensaba que estaba bien tomar todo lo que me había
sido negado durante mi adolescencia: el amor y el cariño (en el aspecto
íntimo), la pereza, el hedonismo, el capricho, la impulsividad. Era adulta y
era responsable de mi actos, nadie iba a hacerse cargo de mí o asumir las
consecuencias de mis actos: flor (para mí). Tenía una lista corta de deseos,
cosas que siempre quise hacer o tener en el colegio y, a los 23, ya había
cumplido todo, aunque algunas cosas no las volvería a hacer.
Desde 2013, año en que me inventé
"Me pego un tiro", trabajé cada día y cada hora en los asuntos que
tenían que ver con libros; en ese tiempo gratis, después como una pega formal y
luego de forma independiente. En esos años me enfermé mal tres veces: dos
gripes con fiebre "alucinante" y una intoxicación por andar haciendo
experimentos con venenos botánicos (cuek). En ninguna me vi obligada a recurrir
a médicos. Con los años, porque la salud y la edad me lo permitían (gracias a
que me había acostumbrado a extralimitarme, además de explotarme), era capaz de
hacer tres veces más cosas de las que soy capaz ahora -en el mismo tiempo- y
sin desfallecer, sin enfermar, sin dolor y sin perder; lo tenía todo y podía
hacerlo todo. En ese momento no me sentía alguien especial, pero ahora -y
comparado con lo que acabo de mencionar- me siento un estropajo al lado de esa
Pía con diez años menos. Sí, dirás que es evidente, pero para mí no lo era
hasta que me comenzaron a "aparecer" abscesos en el rostro (eso fue
el 2018, creo). Esas mierdas que dolían como el infierno fueron consecuencia de
algo bien puntual, algo que padecí por dentro y en lo más profundo del corazón;
nuevamente algo psicosomático. También me costó reconocer la causa, no era la
primera vez que me sentía "así" de mal, pero era la primera que esa
mala emoción provocaba infecciones dolorosas que tomaba tiempo sanar. ¿Cómo es
posible que algo real no me enferme? no lo sé... si tienes alergia te enferma
el polen -o el maní o una picada de abeja-, si tienes algún hueso malo te
dolerá con el frío, si tienes una hernia verás tus capacidades físicas
disminuidas. Por ser tan re sana, sentir repelús por los hospitales y médicos,
sentir asco al tragar pastillas; cuando me pasa algo es para recordarlo y en
mala, recordar el dolor que te provocó y lo mal que la pasé, escribir de eso y
volver a la demoniaca sensación de que algo nuevo aparecerá, algo como lo de
ahora y que justifica la entrada completa.
Hace algunos meses me contactó
alguien para quien había trabajado hacía muchos años; me propuso una pega y la
acepté medio pensando en que no se concretaría -por las circunstancias webiadas
del 2020 y porque mucha gente me llama preguntando y con pocos llego a un
trato/pega-. Vale, agradecí harto que alguien pensara en mí, que confiara en
mí, que usara mis servicios; porque lo que es yo, pues estaba viviendo en la
comodidad, siendo como vagabundo en una casa lujosa, sin preocuparme de dinero
ni comida ni cigarros, en la más cómoda soledad, en la más irresponsable pereza,
en la más miserable de las actitudes humanas frente a la incertidumbre; no me
arrepiento, no me arrepentiré de esto. Reincorporarme a un ritmo que podía
llevar, pero que no deseaba, me sacó de una patada hasta la vida que abandoné y
que llevaba hasta septiembre del 2019; con un año y medio más de vida, con los
dedos tullidos, cero ganas, cero ánimo, cero necesidad. Dale, es pega, agradece
que no terminaste viviendo debajo de un puente. No me había agarrado tan fuerte
un padecimiento mental desde los abscesos, no tenía razones para que mi cuerpo
provocara otro padecimiento y aquí estoy.
Hace poco más de un mes, en casa
de un amigo, amanecí con dos pequeñas
protuberancias enrojecidas en el párpado derecho; no le di importancia
porque casi siempre me agarra la conjuntivitis y creí que era algo así (la
conjuntivitis te da en los ojos, pero también se te hinchan los párpados y pica
un poco). Vale, llegué a mi casa y gotitas, pero continuó picando. No era el
ojo porque no lo tenía enrojecido, era el párpado derecho, abajo y arriba,
además también se estaba manifestando en el párpado izquierdo. Picaba y, para
no rascarme directamente con los dedos -porque siempre los llevo teñidos o “encigarrados”-
lo hice con la manga de lo que llevaba puesto; fue para peor, porque con la
tela de los puños (rugosa y áspera) acabé haciendo peor la irritación en la piel.
Esas zonas bien delimitadas, enrojecidas e irritadas, se desprendieron de la
capa más superficial de piel en forma de escamas gruesas y duras. Yo, viéndome
al espejo, intentando arrancar con pinzas esos trocitos inquietantes de piel,
haciendo que se me escaparan las lágrimas porque parecía que estaban
desprendidas, pero se agarraban las malditas a un cachito de piel viva; opté
por no rascarme –aunque picara-, opté por ignorarlo –aunque era difícil estando
despierta e imposible mientras dormía-; me desesperaba, pero no era evidente y
sabía que si se mantenía “así”, nadie me cuestionaría al respecto.
En casa debo sacarme los lentes oscuros
que siempre llevo y mi madrecita siempre me observa demasiado -tanto que es
incómodo a veces-. Un día, luego de que esto empeoró y se extendió, llegué a
casa y me llevaron de un brazo al dermatólogo. Me miró la mujer y me
diagnosticó de inmediato, se acercó para verlo mejor y lo confirmó. Me dijo que
se producía por stress y, en menor medida, por mi trabajo (en particular por el
polvillo de libros viejos); me recetó tres medicamentos y que me pusiera lentes
que aislaran mis ojos de la exposición al polvillo. En el momento no supe bien
qué decirle a mi familia, no sabía si replicar lo que me había dicho la dermatóloga
tal cual u omitir la parte del stress.
¡Ey! ¿por qué omitiría
información? Yo considero mis labores diarias como trabajo –uno informal y precario-,
pero es un trabajo; mi madre y padre lo consideran un pasatiempo que me provee
dinero de vez en cuando, no voy a mencionar el escribir porque tengo opiniones
tan contradictorias que no sé qué pensar realmente. Yo comprendo que ese juicio
sobre mi trabajo es producto de la preocupación, pero les he oído cosas que me
aterran un poco. A principios de este año mi madrecita me dijo: “búscate una
pega de verdad”. Quizás el juicio no es tan pesado como la contradicción: mi
madrecita también trabaja en las mismas condiciones, en una labor precaria e
informal. Yo me pregunto ¿acaso es más válido trabajar en la casa en su caso
que en el mío? ¿el hecho de que ella gane más dinero que yo le permite
menospreciar mi trabajo? ¿acaso ser autodidacta invalida mi trabajo? (ella
tiene un título que avala lo que hace, aunque no directamente) ¿acaso dedicarse
a telas es un trabajo más valioso que dedicarse al papel? No la entiendo en realidad,
pero ese razonamiento me encamina a mentir u omitir (y lo hago mucho cuando trato
con mi familia) porque me evito problemas, discusiones y que pongan una atención
indeseada sobre mí: esta vez decidí omitir la mención del stress… porque
padecer de consecuencias físicas a partir de algo mental, achacado a un trabajo
“de a mentiritas” y que ni siquiera me provee el dinero necesario para comprar
lo mínimo para sobrevivir es un CHISTE. En algún rato también me negué a creer
que fuera por stress, me mentí porque no deseaba aceptar que sí había sentido
rabia con un trabajo en particular, por lo tanto, que me había involucrado más
allá de lo acostumbrado y necesario, incluso de lo que yo considero sano. No me
había percatado hasta que fue demasiado tarde, claro, no es que uno escoja
padecer de algo físico a partir de algo psicosomático; lo que me produce
molestia e incomodidad es que esto es nuevo, algo nuevo con que lidiar, algo
nuevo que aprender y algo nuevo con lo que debo esperar convivir en el futuro.
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