Me detuve a hojear una revista,
esperaba por mi dentista. En las páginas centrales había un artículo sobre los
bares de Manhattan, el sujeto que narraba era un escritor estadounidense. ¿Qué
pasó con la bohemia literaria? ahí se decía que algunos escritores se habían
desanimado por la prohibición de fumar dentro de los bares, también que los
nuevos escritores habían cambiado el alcohol por los pasteles y el café. El
sujeto esperaba encontrar algunos “colegas” en su recorrido, quizás vio algunos
escritores (¿cómo saberlo?), pero dijo no conocer a ninguno, creo que se
identificaba con una vieja, vieja escuela, algo que los novatos olvidaron en
algún momento. Leyendo el artículo, recordé los bares de La Serena, el nulo
espacio literario en nuestras calles; la incomodidad se apoderaba de mis
pensamientos ¿por qué no existe aquí un bar, local o café, que ofrezca
recitales literarios periodicamente? ¿qué tanto éxito tendría un local así,
aquí? Seguí leyendo. Los esfuerzos del narrador se desviaron a los hoteles,
pequeñas curiosidades, datos, mensajes literarios en las cabeceras de las camas
(“los escritores jamás se van solos a la cama”), mensajes a las mucamas (“por
favor, sacuda el polvo de mis libros”), pequeños carteles en las perillas de
las puertas (“no molestar, en esta habitación se escribe una novela”) y
carteles de bienvenida (“aquí se escribe la gran novela americana”). Todos
sabemos que, en algunos de los hoteles de Manhattan, se han escrito novelas
famosas, algunos escritores se han alojado exclusivamente para acabar sus
novelas, ahí se alcoholizaron y jodieron, fumaron y corrigieron sus obras,
algunos se suicidaron, otros simplemente murieron. Recuerdo los nombres de
Anaïs Nin y F. Scott Fitzgerald, aunque habían muchos más vivos y del ámbito
literario actual. Luego de los hoteles, aparecieron en el artículo las
infaltables librerías. El sujeto recordaba sus andanzas y narraba sobre las
librerías noventeras, antes de Kindle y las Tablets, tiempos en que el libro
impreso era el rey de calles y calles de librerías. Me llamó la atención lo de
“más de 3 kilómetros de libros”, esbocé una pequeña sonrisa. En una última
vista al artículo, vi las fotografías, sí parecían imágenes tomadas en
Manhattan, en la isla del desencanto. El autor finalizaba diciendo que cada uno
de nosotros, los escritores, debíamos buscar un lugar para ir, algo que, a
nuestros ojos se le pareciera a NuevaYork.
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